No hace falta imaginar una sala secreta con un plan único para explicar el ciclo. Lo que vemos en las noticias, en los datos y en los mecanismos institucionales apunta más bien a una constelación de élites económicas, políticas y tecnológicas que, sin ser un “gobierno oculto” monolítico, comparten incentivos, se coordinan cuando conviene y empujan en direcciones parecidas. Eso ya basta para producir un patrón histórico repetible.

El ciclo empieza casi siempre con una concesión. No porque el poder sea generoso, sino porque el orden necesita oxígeno. Tras una crisis o un periodo de tensión, llegan reformas, derechos, inversión pública, ampliación de acceso a vivienda, salud, educación o empleo. El relato es de progreso, y muchas veces lo es. Ese es el momento en el que el sistema se presenta como árbitro razonable de intereses enfrentados. La sociedad recibe un mensaje tranquilizador: si juegas dentro del marco, tendrás una vida viable.

Pero ese marco tiene fecha de caducidad emocional. Con el paso del tiempo, lo concedido se convierte en coste. Y el poder —en plural, porque no hablamos solo de gobiernos, sino de grandes empresas, financieros, tecnológicas, fondos, lobbies sectoriales y sus ecosistemas de influencia— tiende a buscar la fase siguiente: la erosión lenta. No se desmantela todo de golpe. Se recorta aquí, se externaliza allá, se flexibiliza lo laboral, se abarata el despido, se tensiona el mercado de vivienda, se privatiza lo que genera beneficios y se deja que lo público se desgaste hasta que parezca inevitable «modernizarlo» con manos privadas. Este proceso encaja demasiado bien con lo que muestran los datos de desigualdad y concentración de riqueza. La brecha no es una sensación; es estructural y medible, y Europa, aun siendo más igualitaria que otras regiones, también ha vivido aumentos en las últimas décadas.

En paralelo, se consolida una capa global de poder económico que ya no depende de un solo país. Las fortunas se mueven, los capitales también, y los marcos fiscales compiten por atraerlos. En estos años, además, estamos entrando en una gran transferencia generacional de riqueza que está ampliando el peso de la herencia en la creación de nuevos multimillonarios. Un informe reciente de UBS citado por prensa internacional y Reuters señala cifras récord de nuevos billonarios por herencia y estima varios billones de dólares que pasarán a herederos en los próximos años.  Esa dinámica no es un detalle aristocrático: es un acelerador de continuidad del poder. Si el dinero grande se reproduce cada vez más por linaje y menos por movilidad real, el sistema se vuelve más rígido y más difícil de impugnar desde abajo.

En este punto el malestar deja de ser solo económico y se convierte en cultura. La gente no se enfada únicamente por pagar más, sino por sentir que el pacto social se ha roto. Que trabajar ya no garantiza estabilidad. Que el ascensor social se ha estropeado. Que el futuro se ha cerrado. Oxfam, por ejemplo, ha insistido en el aumento acelerado del patrimonio de los más ricos frente a la persistencia de la pobreza global, subrayando el desequilibrio en la distribución de ganancias del crecimiento reciente.  Puedes discrepar del tono de esas organizaciones, pero incluso si solo tomas el fenómeno base —concentración acelerada de riqueza— el combustible del conflicto está claro.

Cuando llega la chispa, no suele ser nueva. Es visible. A veces es un escándalo de corrupción, a veces una reforma especialmente agresiva, a veces una crisis de precios, a veces un abuso policial que se vuelve símbolo. Lo decisivo es que el malestar previo ya existe y solo necesita un acontecimiento para adquirir forma pública. La protesta entonces parece súbita, pero en realidad es una presión acumulada que encuentra su válvula. La investigación económica sobre disturbios y protestas ha mostrado que el malestar social tiene costes macroeconómicos y que los episodios de inestabilidad se relacionan con incertidumbre y daños persistentes, lo que ayuda a explicar por qué las instituciones temen tanto que el conflicto se normalice. 

Aquí se activa la fase más delicada del ciclo: la respuesta blindada. En la imaginación popular, esto se ve como un “plan maestro”. En la realidad, suele ser una mezcla de diseño y de inercia institucional. Los Estados desarrollan capacidades de seguridad; las élites económicas desarrollan capacidades de influencia. La coordinación no tiene que ser secreta para ser eficaz: basta con que sea convergente. Y esa convergencia se expresa en legislación, relaciones públicas, financiación de think tanks, puertas giratorias y, sobre todo, en una maquinaria de lobby que presiona la formulación de políticas públicas. Transparencia Internacional ha advertido del riesgo de influencia indebida en la toma de decisiones y de la necesidad de regulaciones sólidas sobre lobbying en la UE. 

En el siglo XXI, además, el tablero incorpora un actor decisivo: las grandes plataformas tecnológicas. Su poder no es solo económico. Es informacional. Es cultural. Es psicológico. El modelo de “capitalismo de vigilancia” —descrito y debatido ampliamente en el ámbito académico y de políticas públicas— sugiere que la extracción masiva de datos y la optimización algorítmica de la atención crean nuevas formas de influencia social. Eso no implica una conspiración centralizada, pero sí un terreno donde el control del relato puede volverse extraordinariamente eficiente. 

La guerra por el relato es el corazón del reinicio del sistema. Es el momento en el que una protesta por condiciones de vida puede ser reetiquetada como amenaza al orden. El poder necesita una historia breve y digerible para la mayoría silenciosa: “esto no es desesperación legítima; esto es caos”, “no es desigualdad; es subversión”, “no es política social; es seguridad nacional”. En este marco, la ejemplarización de líderes o símbolos no siempre busca solo castigar: busca enseñar. Un caso judicial mediático, una imagen repetida, un titular persistente sin matices. La intención es enfriar la fraternidad espontánea del descontento y atomizarlo en miedo individual.

Hay una asimetría estructural que hace el resto. La población movilizada tiene menos recursos, menos continuidad organizativa, más fracturas internas y objetivos más heterogéneos. Ese es un punto crítico: cuando el sufrimiento es real pero la estrategia es improvisada, el poder encuentra espacio para presentarse como salvador. Y si en ese contexto aparece violencia minoritaria —o si se amplifica de manera desproporcionada— el sistema obtiene el argumento perfecto para endurecer medidas y reconstruir legitimidad: “no somos ideales, pero sin nosotros llega el desastre”.

El ciclo termina con una restauración de orden que casi nunca es neutra. Puede venir con concesiones mínimas para calmar la calle. O con un endurecimiento sostenido que hace parecer la nueva normalidad como el precio inevitable de haber rozado el abismo. Pero en ambos casos se recupera la idea de que el presente solo es estable bajo tutela. Y el sistema se prepara para una nueva ronda de concesión calculada cuando le convenga.

Así que, lo que podríamos llamar «poderes ocultos» puede traducirse de forma realista, no conspirativa, en algo más verificable y quizá más inquietante: redes transnacionales de poder económico y político, legalmente visibles pero socialmente opacas, que dominan no porque controlen cada acontecimiento, sino porque controlan suficientes palancas como para que el resultado agregado tienda a su favor. El mundo no necesita un gobierno secreto único para funcionar de forma jerárquica. Le basta con élites que comparten intereses, instituciones que protegen estabilidad por diseño y economías que premian la concentración.

Y esa es la razón por la que la historia parece repetirse: porque la desigualdad no solo produce conflicto; también produce herramientas para contenerlo.